Quizás sea muy poco, apenas nada, el dedicar este escrito al joven tunecino que se prendió fuego a lo bonzo en Túnez, ante la grandeza de su gesto. Unas líneas, un folio, unas cuantas palabras para una vida que arde en las llamas de la desesperación. Un fuego lúgubre que, sin embargo, prende todas las mechas de la esperanza. Se llamaba Mohamed Bouazizi y era un vendedor de fruta. Desde los diez años se dedicaba a comprar la mercancía por la noche y después, a la mañana y durante todo el día, a venderla arrastrando su carro por las calles y plazas. Pero antes, tenía que someterse a la mordida policial que le exigía su parte si quería seguir vendiendo. Si no quería que le volcaran el carro, le robaran la fruta o le destrozaran las piernas y la cara. A la tarde, regresaba a su casa con sus doce dinares de ganancia, unos ocho euros, para alimentar a los nueve miembros que se hacinaban en su astrosa casa. Policía corrupta que sigue el ejemplo piramidal de sus dirigentes, que alarga la mano para que le suelten un manojito podrido de billetes. Un rollito de billetes si quieres seguir malviviendo. Igual que en Egipto, en Marruecos y en Argelia. Igual que en todo el Magreb. Lo mismo que en toda África. Hasta que un día se cansó de humillaciones –más vale morir de pie que vivir eternamente de rodillas-, compró un bidón de gasolina, se la derramó por el cuerpo y, delante de los dos policías que lo acosaban, se prendió fuego. Murió una semana más tarde en el hospital. Justo cuando su gesto era un símbolo que había prendido la pólvora de la revolución y el pueblo, harto como Mohamed, se echó a la calle reclamando pan, justicia y libertad.