He visto las imágenes de la playa del Tarajal, en Ceuta, donde la Guardia Civil dispara pelotas de goma, cartuchos de fogueo y botes de humo contra un grupo de náufragos subsaharianos que intentan llegar a la playa española. Van chapoteando ya que apenas saben nadar, o se agarran a un flotador infantil para no hundirse. No se sabe cuántos son, pues sus cabezas emergen y desaparecen en la angustia que debe producir el ahogamiento. Es una masa informe de cuerpos que se debate entre la vida y la muerte. Una masa viscosa que me recordó el movimiento agonizante de unas anguilas en el cieno amargo de un pozo.
Desde el espigón, un guardia civil apunta y dispara su fusil contra ellos. “Para intimidarlos y disuadirlos”, dice la versión oficial del Gobierno; como si ese disparo “intimidara” al que traga agua y se está ahogando. Como si el que lucha en el agua, supiera que los cartuchos son de fogueo, los botes de humo, las pelotas de goma. Para “disuadir” de la muerte que llega. ¿Intimidar, disuadir, colaborar en su fallecimiento? Quizás un certero disparo de bala que te reviente el pecho sería una muerte más rápida y menos tortuosa que tragando agua hasta hundirte en el fondo marino.
Mejor un certero disparo en el cráneo que reviente tu cerebro que un disparo intimidatorio que prolongue tu agonía. En el mar hay una lancha de “salvamento marítimo” desde donde se observa impasible el suceso. No hay un bote salvavidas, ni un cabo de cuerda, ni un flotador, ni un brazo al que agarrarse.
En la playa, en cambio, sí hay más guardias civiles pertrechados de armas que esperan la llegada de los que se han salvado. Vienen exhaustos, desfallecidos, algunos se tambalean y caen sobre la arena. Un desgraciado hace el signo lacerante de la victoria -¿por sobrevivir o por conseguir llegar a España?- cuando los guardias los conducen de vuelta a Marruecos. Fin del trayecto. The End. Se acabó la historia. Si no fuera porque en las horas y días sucesivos van apareciendo sobre la playa los cadáveres de los ahogados. Quince muertos. Cuyas imágenes observo con espanto y terrible desolación. A cada uno de ellos les pongo nombre y apellidos: Tourbate Bakina, N´ Gue Timigda, Bahama Simfeya, Tou Drissa,…
Mis nobles y generosos amigos africanos. Mis guerreros africanos. E imagino su periplo de sangre y arena con miles de kilómetros desde Camerún, Togo, Burkina, Nigeria o Mauritania. Sin embargo, en la playa del Tarajal los cadáveres no tienen nombre, no son identificables. Tan inidentificables, que ya no son ni seres humanos. Son otra cosa: despojos, carne muerta que no pertenece a nadie. De haber sido un feto humano, las organizaciones provida habrían montado en cólera, se habrían manifestado y llevado a la madre a los tribunales con los ministros de Interior –el que da las órdenes de disparar- y el de Justicia –el protector de los nasciturus- a la cabeza.
De ser animales, las organizaciones en defensa de los animales habrían puesto el grito en el cielo. De ser manchas de petróleo se habría montado un conflicto internacional y los medioambientalistas estarían cuestionando el futuro del planeta. ¿Qué son entonces estos individuos que de puro muertos ya no remueven ni nuestro corazón ni nuestras conciencias? “Noticia” de unos días, “problema” de muy difícil solución para nuestros sesudos gobernantes, “merecido final” por atreverse a entrar en nuestra tierra para las mentes más enfermas y retrógradas.
Por eso yo, como ellos, también quiero dejar de pertenecer a la especie humana. Borrarme, desapuntarme, tacharme, darme de baja de esa especie que permite inmutable que esto pase. Renuncio a mi condición de ser humano para no tener nada que ver con el que da la orden de disparar ni con el que dispara antes de tender la mano. Dejar de pertenecer a la especie humana para convertirme en un antílope, un delfín o un pájaro. Dejar de ser un hombre para ser mejor, aunque sea un repugnante gusano.
*Rafael Cabanillas es escritor.