Juan Ignacio Palacio Morena, miembro de Economistas Frente a la Crisis y Catedrático de Economía Aplicada
Decía Rabelais que “la ciencia sin conciencia no es sino la ruina del alma”. José Luis Sampedro renunció a la que era su vocación principal, la enseñanza de la economía, porque de algún modo vio que las corrientes dominantes en la ciencia económica eran, cada vez más, el mejor ejemplo de la ciencia sin conciencia. Así lo ha expresado en numerosas ocasiones y de muy diversas maneras. Una de ellas fue su discurso de entrada en la Real Academia de la Lengua en junio de 1991, significativamente titulado “Desde la frontera”. En él afirmó: “Muy colmado de ciencia está Occidente, pero muy pobre de sabiduría. Es decir, del arte de vivir, más abarcante que la ciencia porque, contando con ella, incluye además el misterio. Ahora no se procura alcanzar la iluminación, sino sentir el latigazo del deslumbramiento. Se busca el estrépito, lo aparatoso, los focos publicitarios; no el silencio, lo auténtico, ni el resplandor tranquilo de la lámpara” (el discurso es de libre acceso en la página web de la Real Academia de la Lengua).
Y refiriéndose a la ciencia económica destacó la asimetría entre su indudable progreso, especialmente en sus técnicas instrumentales, y su anquilosado enfoque, anclado en la idea de orden natural del siglo XVIII. Por eso se pregunta: “¿Cómo puede pensarse entonces que no es urgente reformar a fondo los supuestos básicos de la ciencia económica, a fin de actuar en unas sociedades que han cambiado tanto?”. Esto afecta, aunque de diferente modo, tanto a la ortodoxia académica, justificadora del capitalismo, como a la principal contracorriente, inspiradora del comunismo. Pues como dice Sampedro: “Lo esencial del capitalismo no está en que utilice el mercado mucho más que el plan. Lo fundamental es su creencia de que, gracias a la competencia privada, cuanto más egoístamente se comporte cada individuo, tanto más contribuirá al progreso colectivo. Por tanto, es deseable que cada uno aumente al máximo su beneficio a costa de quien sea y a partir de esa creencia se pasa insensiblemente a pensar también que en la vida sólo importa lo que produce ganancia monetaria. Así se desprestigian todas las actitudes cuyos móviles no sean los económicos; es decir, lo que no se cotiza en el mercado no tiene valor”. Y más adelante concluye, “al poner el énfasis en el individuo, el capitalismo mercantil socavó los sentimientos de comunidad propios de las sociedades tradicionales y los sigue socavando en el Tercer Mundo sometido a su influencia; mientras el comunismo sólo consiguió imponer una solidaridad forzosa, triste simulacro de la que debe ser interna y auténticamente vivida”.
Se requiere pues un indudable esfuerzo analítico para reemplazar categorías económicas obsoletas. Sin embargo, Sampedro sabía que esto no es posible sin un cambio de actitud personal, y subrayo personal porque no se trata de un cambio individual sino colectivo, de la persona que siempre es individuo que vive en relación con los demás. De ahí que, sin abandonar la reflexión económica, se inclinase más hacia la literatura. Ésta podía penetrar más en esa esfera interior más inexpugnable donde, utilizando de nuevo sus palabras, los del “centro, consolidan las fronteras, alzando murallas, cerrando puertas”. No porque el centro carezca de sentido, sino porque en vez de vivir las fronteras como límites necesarios, pero abiertos, se encastillan, incapaces de reconocer y respetar al “otro”, al “diferente” al que está “fuera”.
Así, terrible paradoja, se acaba por confundir las fronteras con los límites. Y cuando eso ocurre, advierte Sampedro, se olvida que si bien “las fronteras tiene puertas (que) pueden ser superadas, asumidas e incluso desplazadas, puesto que son producto de la conveniencia humana,…..los límites carecen de aberturas y no es lícito franquearlos: quien a ello se atreva corre un riesgo mortal para su cuerpo o para su espíritu, por haber violado lo sagrado”. Eso es lo que ha hecho “nuestra moderna civilización, a causa de que su racionalidad economicista le permite creer que el incremento de la producción puede continuar ilimitadamente”.
Desde su posición fronteriza Sampedro estuvo siempre abierto a lo nuevo y lo diferente. Se fijó en los cambios que mueven la economía y la sociedad mundial, como bien lo demuestran obras tan innovadoras y estimulantes como Las fuerzas económicas de nuestro tiempo (1967), o Conciencia del subdesarrollo (1973), por no citar sino dos de las más representativas de su pensamiento económico. Igualmente mantiene un firme equilibrio entre la razón y el sentimiento, llegando a afirmar que “que la racionalidad del sistema ha ido subestimando el sentimiento que, sin embargo, es primero que la razón”. Sus escritos, también los de carácter estrictamente económico, nunca están exentos de sentimientos, tanto como de lucidez, resaltando que “hay muchos más gérmenes de futuro social en la vasta periferia que en los países avanzados” y que los pueblos del sur “recurren a todos los medios y como la demografía les multiplica emigran como pueden a los países adelantados: no de otro modo acabaron los antiguos romanos descubriendo que los llamados «bárbaros» ya les habían invadido”.
En todo caso, como para compensar esa anemia de sentimientos, se concentra, sobre todo, en la literatura, sin abandonar nunca la preocupación por los problemas sociales y el necesario discurrir sobre posibles alternativas a los mismos. Desde sus primeras novelas publicadas -Congreso de Estocolmo (1952), El río que nos lleva (1961), El caballo desnudo (1970), Octubre, octubre (1981), La sonrisa etrusca (1985), La vieja sirena (1990)- hasta las más recientes, incluida la última de todas escrita junto a su mujer Olga Lucas, Cuarteto para un solista (2011), combina la calidez de los afectos con las tensiones propias de la vida cotidiana y el entorno social. Y siempre trasluciendo una perspicaz reflexión, un firme compromiso y una pasión por la vida, que se refleja hasta en los títulos de algunos de sus ensayos, Escribir es vivir (2005), La ciencia y la vida (2008), realizados también con la colaboración de Olga Lucas, y en los de otras obras como Sobre política, mercado y convivencia (2006), la colectiva Reacciona (2011) y el prólogo a la edición española del libro Indignaos de Stéphanne Hessel.
Convencido de que no hay un orden natural pero sí unos límites naturales que nos configuran como lo que somos cree, como lo expresa Olga Lucas en una entrevista que le realizó María Escobedo, que: “Considerando las sociedades como cuerpos, debemos aceptar el curso vital: nacimiento, desarrollo, declive y muerte. ¡Cuidado! No confundir con la teoría del fin de la historia. La descomposición del sistema de vida occidental, ya en clara decadencia, no es el fin de la Humanidad, sólo el del sistema cuyos principios cristalizaron al empezar la edad moderna” (Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 736, octubre 2011, pp.49-56, Madrid, Instituto de Cooperación Iberoamericana.).
Esta reflexión está hondamente arraigada en Sampedro, aplicándola a sí mismo. Así lo expresó cuando podía pensar, con razón, que aún estaba lejana su muerte. En el ya citado discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua, del que ya han transcurrido más de veinte años, afirmaba: “si el amor no es sagrado, ¿cómo va a serlo la muerte? Hoy no se la recibe en su madurez, sino que a veces la apresuramos desatinadamente y otras la aplazamos, manteniendo una vida carente ya de dignidad humana. No se acepta la muerte, aunque nos acercamos a ella cada día, como lo hago ahora mismo mientras hablo, sin entristecerme por estar muriendo, puesto que es la prueba de estar vivo. Pues la muerte no es lo contrario del vivir, sino el horizonte que lo confirma y contra el cual gana la existencia en intensidad, como el retrato sobre un fondo acertado. Si conscientemente dejamos a la muerte que nos acompañe, hace milagroso cada instante, retoca voluptuosamente el irrecuperable pasado, hace incierto el futuro y así más deseable. No es enemiga, sino amiga, quien nos salva de la decrepitud; pero esta civilización no lo entiende y escamotea la presencia de la muerte en nuestro escenario social”.
Es esta madurez y coherencia personal la que da autoridad a toda su vida y obra. Nada más importante en este momento de crisis que esa integridad que propicia una ética de gobierno y de comportamiento ciudadano, de la que tan faltos estamos. José Luis Sampedro ha tenido un amplio reconocimiento tanto por su contribución como economista y literato, como por su compromiso político y social, así lo atestiguan los premios y nombramientos que ha recibido y que no viene ahora al caso mencionar. Esto no debe hacer olvidar, sin embargo, las incomprensiones y conflictos a los que por su postura se tuvo que enfrentar. Desde su autoexilio a Estados Unidos, a censuras y al desprecio que supone no hacer aprecio, como bien señala el refrán castellano, sobre todo desde algunos economistas incómodos con la frase con la que definió la profesión: “Hay dos tipos de economistas; los que trabajan para hacer más ricos a los ricos y los que trabajamos para hacer menos pobres a los pobres”.
Más no se crea que esta convicción le hacía sentirse superior o despreciar las posiciones que no compartía. Como otro ilustre ejemplo en la historia española, Gumersindo de Azcárate, supo entender el enfrentamiento no sólo como algo negativo y trágico, sino como fuente de progreso y verdadera comprensión mutua. Sampedro se definió a sí mismo, tomando prestadas palabras de Pío Baroja, como “humilde y errante”. Y así ha sido su vida. De familia de muy diversa procedencia cultural y geográfica, padre cubano, madre argelina, abuelo filipino y abuela suiza, nace en Barcelona, pero pasa la mayor parte de su infancia en Tánger, recorre buena parte de España como implicado en la Guerra Civil, es funcionario de aduanas en Santander y posteriormente va a Madrid, donde completa los estudios de economía para más tarde incorporarse al Banco Exterior de España y lograr una cátedra en la Universidad Complutense, se autoexilia temporalmente a Inglaterra y Estados Unidos y de vuelta a España regresa a Madrid, aunque acaba repartiendo su tiempo con Mijas (Málaga) y Canarias.
Su humildad es conocida por quienes le han tratado y conocen su obra. No es sino un aspecto más de su talante personal, derivado del convencimiento, que expresa su mujer Olga Lucas, de que “la soberbia, tan propia de los poderosos, pervierte la inteligencia, desviándola de la sabiduría que es la mejor guía para vivir”. Supo vivir y por tanto dar vida, abrir camino para que otros lo continuemos. Entre los economistas hemos de recoger el reto que lanzó, replantearse los supuestos básicos de la ciencia económica. Para ello se necesita, sobre todo, humildad, sabiduría y apertura hacia los que piensan distinto.
Sólo así se podrá avanzar el desarrollo de la ciencia, pues como señalaba Ortega y Gasset: “para progresar la ciencia necesitaba de hombres de ciencia que se especializasen. Los hombres de ciencia, no ella misma. La ciencia no es especialista.Ipso facto dejaría de ser verdadera” (La rebelión de las masas, 1930). De ese mismo peligro advertía Bertrand Russel al afirmar que “la sociedad científica, en su forma pura, es incompatible con la persecución de la verdad, con el amor, con el arte, con el deleite espontáneo”, pues “para que una civilización científica sea una buena civilización es necesario que el conocimiento vaya acompañado de un aumento de sabiduría, entendiendo por tal una concepción justa de los fines de la vida, cosa que la ciencia por sí misma no proporciona” (La perspectiva científica). La búsqueda de la verdad, el amor, el arte, el deleite espontáneo, esa es la principal enseñanza que nos deja José Luis Sampedro, a todos los hombres de buena voluntad, y en particular a los científicos y más concretamente a los economistas.