Caminábamos por las calles de Sevilla el día 11 de enero de 2006 el escritor y premio Nóbel José Saramago, la periodista y traductora de las obras del novelista portugués al castellano , la pintora Sofía Gandarias y yo en dirección al Paraninfo de la Universidad Hispalense para participar en un Simposio sobre Diálogo de Civilizaciones y Modernidad. A las 9 de la mañana, mientras atravesábamos la plaza de la Giralda, comenzaron a repicar alocadamente las campanas de la catedral de Sevilla –antes mezquita, mandada construir por el califa almohade Abu Yacub Yusuf-. “Tocan las campanas porque pasa un teólogo”, dijo con su habitual sentido del humor Saramago. “No –le contesté en el mismo tono- repican las campanas porque un ateo está a punto de convertirse al cristianismo”. En ese diálogo fugaz, la respuesta del novelista portugués no se hizo esperar: “Eso nunca. Ateo he sido toda mi vida y lo seguiré siendo en el futuro”. De inmediato me vino a la mente una poética definición de Dios que le recité sin vacilación: “Dios es el silencio del universo, y el ser humano el grito que da sentido a ese silencio”. “Esa definición es mía”, reaccionó sin dilación el Premio Nobel. “Efectivamente, por eso la he citado –le contesté-. Y esa definición está más cerca de un místico que de un ateo”.
Para un teólogo dogmático, definir a Dios como silencio del universo quizá sea decir poco o no decir nada. Para un teólogo seguidor de las místicas y los místicos judíos, cristianos y musulmanes (Pseudo-Dionisio, Rabia de Bagdad, Abraham Abufalia, Algazel, Ibn al Arabi, Rumi, Hadewich de Amberes, Margarita Porete, Hildegarda de Bingen, Maestro Eckhardt, Juliana de Norrwich, Juan de la Cruz, Teresa de Jesús) y laicos como Simone Weil, es más que suficiente. Decir más sería una falta de respeto para con Dios, se crea o no en su existencia. “Si comprendes –decía Agustín de Hipona- no es Dios”.
La definición de Saramago es de las más bellas que merecería aparecer entre las veinticuatro –con ella, veinticinco- del Libro de los 24 filósofos (Siruela, Madrid, 2000), que recoge las definiciones de veinticuatro sabios reunidos en un Simposio, cuya autoría se atribuye a Hermes Trismegisto y cuyo contenido fue objeto de un amplio debate entre filósofos y teólogos durante la Edad Media.
La vida y la obra de Saramago son una permanente lucha titánica con-contra Dios. Como lo fuera la del Job bíblico –“el Prometeo hebreo”, para Bloch- quien maldice el día que nació, siente asco de su vida y osa preguntar a Dios, en tono desafiante, por qué le ataca tan violentamente, por qué le oprime de manera tan inhumana y por qué le destruye sin piedad (Job, 10). O como el patriarca Jacob, quien pasa toda una noche peleando a brazo partido contra Dios y termina con el nervio ciático herido (Génesis 32,23-33). No es el caso de Saramago, que ha salido indemne de las peleas con Dios y nunca se ha dado por vencido. Más aún, a sus 88 años, sigue preguntándose y preguntando a los teólogos y creyentes qué diablo de Dios es éste que, para enaltecer a Abel, tiene que desprecia Caín.
El Nobel portugués comparte con Nietzsche la parábola de Zaratustra y el apólogo del Loco sobre la muerte de Dios y quizá pudiera poner su rúbrica bajo dos de las afirmaciones nietzschianas más provocativas: “Dios es nuestra más larga mentira” y “Mejor ningún dios, mejor construirse cada uno su destino”. Quizá coincida también con Ernst Bloch en que “lo mejor de la religión es que crea herejes” y en que “sólo un buen ateo puede ser un bueno cristiano, sólo un cristiano puede ser un buen ateo”.
Familiarizado con la Biblia, la judía y la cristiana, recrea con humor, un humor iconoclasta de lo divino y desestabilizador de lo humano, algunas de sus figuras más emblemáticas y desmiente los cuentos con que, al decir de León Felipe, “han mecido la cuna del hombre” (sic). Lo hizo en El evangelio según Jesucristo, novela que presenta a Jesús de Nazaret como un hombre que vive, ama y muere como cualquier otra persona y a quien Dios elige como eslabón de un inmenso movimiento estratégico y como víctima de un poder que le sobrepasa y sobre el que nada puede hacer.
Vuelve a hacerlo en la novela Caín, donde recrea literaria y teológicamente el mito bíblico, que toma sus imágenes y símbolos de las tradiciones más antiguas sobre los orígenes de la humanidad. La Biblia presenta a Caín como el asesino de su hermano Abel empujado por la envidia y a Dios como “perdonavidas”. Saramago invierte los papeles del bueno y del malo, del asesino y del juez. Responsabiliza a dios, al señor (siempre con minúscula) de la muerte de Abel y le acusa de ser rencoroso, arbitrario y enloquecedor de las personas. Caín mata a su hermano no arbitrariamente, sino en legítima defensa, porque dios le había preterido en su favor. Y lo mata porque no puede matar a dios.
La imagen violenta de Dios no termina en la Biblia judía. Continúa en algunos textos de la Biblia cristiana, donde se presenta a Cristo como víctima propiciatoria para reconciliar a la humanidad con Dios. Continúa con Anselmo de Canterbury, quien presenta a Dios como dueño de vidas y haciendas y como un señor feudal, que trata a sus adoradores como si de siervos de la gleba se tratara y exige el sacrificio de su hijo más querido, Jesúcristo, para reparar la ofensa infinita que la humanidad ha cometido contra Dios.
El Dios asesino sigue presente en no pocos de los rituales bélicos de nuestro tiempo: en los atentados terroristas cometidos por supuestos creyentes musulmanes que en nombre de Dios practican la guerra santa contra los infieles y en la respuesta a dichos atentados por parte de dirigentes políticos cristianos que apelan a Dios para justificar la el derramamiento de sangre de inocentes en operaciones que llevan el nombre de Justicia Infinita o Libertad Duradera.
Tras estas operaciones, Saramago no puede por menos que estar de acuerdo con el testimonio del filósofo judío Martin Buber: “Dios es la palabra más vilipendiada de todas las palabras humanas. Ninguna ha sido tan mancillada, tan mutilada... Las generaciones humanas han hecho rodar sobre esta palabra el peso de su vida angustiada, y la han oprimido contra el suelo. Yace en el polvo y sostiene el peso de todas ellas. Las generaciones humanas, con sus partidismos religiosos, han desgarrado esta palabra. Han matado y se han dejado matar por ella. Esta palabra lleva sus huellas dactilares y su sangre... Los hombres dibujan un monigote y escriben debajo la palabra ‘Dios’. Se asesinan unos a otros, y dicen: ‘lo hacemos en nombre de Dios’... Debemos respetar a los que prohíben esta palabra, porque se rebelan contra la injusticia y los excesos que con tanta facilidad se cometen con una supuesta autorización de ‘Dios’ ¡Qué bien se comprende que muchos propongan callar, durante algún tiempo, acerca de las ‘últimas cosas’ para redimir esas palabras de las que tanto se ha abusado”. Yo también pongo mi rúbrica bajo esta afirmación de Buber.
Se comparta o no la lectura de la Biblia judía que hace Saramago, creo que hay que estar de acuerdo con él en que “la historia de los hombres es la historia de sus desencuentros con dios, ni él nos entiende a nosotros, ni nosotros lo entendemos a él”. ¡Excelente lección de contra-teología!
Cualquiera fuere la responsabilidad de Caín o de Dios en la muerte de Abel, queda en pie la pregunta que hoy sigue tan viva como entonces o más, y que apela a la responsabilidad de la humanidad en el actual desorden mundial, en las guerras y las hambrunas que asolan nuestro planeta: “¿Dónde está tu hermano” (Génesis 4,9). Y la respuesta no puede ser un evasivo “No sé. ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?”, sino, siguiendo con la Biblia, la parábola evangélica del Buen Samaritano, que demuestra compasión con una persona malherida, que es religiosamente adversaria suya. ¡Excelente lección de ética solidaria!