No sabemos lo que va a durar la crisis económica. Ni sabemos las consecuencias que puede tener. Lo que sí sabemos es que han sido tantos y tales los escándalos, que las cosas han llegado a donde tenían que llegar. Exactamente a donde estamos: a una situación de inseguridad y miedo que nadie sabe en qué puede terminar. No es bueno que, en estas condiciones, cunda el pánico. Mal servicio nos hacen los políticos y los medios que se dedican a asustar a la gente, anunciando que el apocalipsis definitivo está a la vuelta de la esquina. Cuando el miedo invade a la población, pueden ocurrir cosas que no imaginamos, que a todos nos hacen daño. Porque, en situaciones
así, no manda la cabeza, sino los fantasmas que cada cual se imagina.
No es bueno que cunda el pánico. Sin embargo, lo que a todos nos conviene es pensar muy en serio por qué hemos llegado a esta situación. No me refiero a las explicaciones que nos pueden dar los economistas, los empresarios y los políticos. Todo lo que nos puedan decir los que saben de verdad de qué va el asunto, por supuesto nos conviene. Pero yo me refiero a algo más sencillo y, al mismo tiempo, más hondo.
El conocido antropólogo René Girard ha explicado acertadamente la importancia que tiene el deseo en la vida de los humanos. El último de los diez mandamientos no prohíbe una “acción”, sino un “deseo”. No prohíbe los “deseos impuros”, como dicen algunos catecismos. El texto bíblico dice literalmente: “No desearás la casa de tu prójimo; no desearás su mujer, ni su siervo, ni su criada, ni su toro, ni su asno, ni nada de lo que a tu prójimo pertenece” (Ex 20, 17).
Lo que se prohíbe, por tanto, no es algo relacionado con el sexo, sino con la justicia. Pero no sólo con la justicia, sino con algo que va más al fondo de las cosas. Como dice Girard, el legislador que prohíbe el deseo de los bienes del prójimo se esfuerza por resolver el problema número uno de toca comunidad humana: la violencia interna.
Pues bien, al llegar aquí, estamos tocando el fondo. España ha vivido asustada, durante muchos años, por la amenaza del terrorismo de ETA y de otros terrorismos. Pero ahora empezamos a darnos cuenta de que, dentro de cada uno de nosotros, todos, absolutamente todos, llevamos una fuerza y una fuente de violencia que es más destructiva de cuanto podíamos imaginar. Y, puesto que hablar de víctimas está de moda, vamos a hablar de ese asunto, pero sin hacer trampas. Por eso, vamos a recordar a las víctimas del terrorismo, a las mujeres maltratadas y asesinadas, a los muertos y heridos en las carreteras, a los inmigrantes ahogados en cayucos y pateras, a los niños abandonados, a los ancianos que se mueren solos, a las familias que para tener una vivienda han hipotecado sus escasos ingresos hasta dentro de 20 o 30
años, a los trabajadores que en estos días se están quedando en paro, etc, etc. Y si es que sinceramente no queramos hacer trampa al hablar de las víctimas, vamos a empezar por reconocer que la verdadera causa de tanto dolor y tanta desgracia radica en el deseo. Todos llevamos el deseo inoculado en la sangre que mueve nuestras vidas.
Lo que pasa es que cuando el deseo dispone de medios eficaces para apoderarse de lo ajeno, entonces no se contenta con la casa del prójimo, ni con su toro o su asno, ni siquiera con su mujer, sino que organiza empresas gigantescas de construcción de viviendas con las que obtiene hasta el 150 por cien de beneficios; o monta proyectos de publicidad con los que le mete a la gente en la cabeza que tienen que comprarse las ropas de marca, los coches de marca, los relojes de marca, cosas todas que han sido fabricadas por esclavos, por niños, que ganan un dólar al día, trabajando durante horas interminables, para que nuestro deseo se vea satisfecho. Y así, cada día más y más. Hasta que hemos llegado a donde estamos. Y lo peor de todo es que no se trata sólo del deseo sin más, sino del “deseo mimético”, es decir, se trata de que el “el prójimo es el modelo de nuestros deseos”. De donde brota inevitablemente la rivalidad. Si mi vecino se ha comprado tal coche, tal casa o usa tal marca de ropa, yo no voy a ser menos. Y entonces nos encontramos con este proceso: si la imitación del deseo del prójimo crea la rivalidad, ésta, a su vez, origina la imitación. Con lo que el círculo de la violencia se estrecha y termina por ahogarnos a todos. Es lo que ha ocurrido en los últimos años. Ha ocurrido en Estados Unidos y en Europa por causas que nos son conocidas. Pero lo que nadie dice es que detrás de esas causas (las hipotecas basura, los pelotazos urbanísticos, la voracidad empresarial….) está el motor del deseo mimético, que ha desencadenado la violencia más brutal. Por supuesto, la violencia de los terroristas y de las guerras. Pero, ¡por favor!, seamos serios: si nos ponemos a hablar de violencias, hablemos también de la violencia de quienes nos manipulan desde mercados asombrosamente ambiciosos. Y también de la violencia mimética descontrolada que se ha desatado en todos y por todas partes. Ha sido necesario el escándalo. Para que todos “tropecemos”, para que todos “caigamos” (eso significa el “skándalon” griego). Y así, empecemos a pensar que la solución vendrá, no el día que bajen los impuestos, ya que eso a quien favorece es a los ricos, ni el día que se controlen los salarios porque eso a quien perjudica es a los pobres, sino el día en que todos nos pongamos a controlar el deseo, para que nos movilice, no para imitar a los más afortunados, sino para resolver las necesidades de todos.
La crisis: ha sido necesario el escándalo
José Mª Castillo
No sabemos lo que va a durar la crisis económica. Ni sabemos las
consecuencias que puede tener. Lo que sí sabemos es que han sido tantos y
tales los escándalos, que las cosas han llegado a donde tenían que llegar.
Exactamente a donde estamos: a una situación de inseguridad y miedo que
nadie sabe en qué puede terminar. No es bueno que, en estas condiciones,
cunda el pánico. Mal servicio nos hacen los políticos y los medios que se
dedican a asustar a la gente, anunciando que el apocalipsis definitivo está a la
vuelta de la esquina. Cuando el miedo invade a la población, pueden ocurrir
cosas que no imaginamos, que a todos nos hacen daño. Porque, en situaciones
así, no manda la cabeza, sino los fantasmas que cada cual se imagina. No es
bueno que cunda el pánico.
Sin embargo, lo que a todos nos conviene es pensar muy en serio por qué
hemos llegado a esta situación. No me refiero a las explicaciones que nos
pueden dar los economistas, los empresarios y los políticos. Todo lo que nos
puedan decir los que saben de verdad de qué va el asunto, por supuesto nos
conviene. Pero yo me refiero a algo más sencillo y, al mismo tiempo, más
hondo.
El conocido antropólogo René Girard ha explicado acertadamente la importancia
que tiene el deseo en la vida de los humanos. El último de los diez
mandamientos no prohíbe una “acción”, sino un “deseo”. No prohíbe los
“deseos impuros”, como dicen algunos catecismos. El texto bíblico dice
literalmente: “No desearás la casa de tu prójimo; no desearás su mujer, ni su
siervo, ni su criada, ni su toro, ni su asno, ni nada de lo que a tu prójimo
pertenece” (Ex 20, 17).
Lo que se prohíbe, por tanto, no es algo relacionado con el sexo, sino con la
justicia. Pero no sólo con la justicia, sino con algo que va más al fondo de las
cosas. Como dice Girard, el legislador que prohíbe el deseo de los bienes del
prójimo se esfuerza por resolver el problema número uno de toca comunidad
humana: la violencia interna.
Pues bien, al llegar aquí, estamos tocando el fondo. España ha vivido asustada,
durante muchos años, por la amenaza del terrorismo de ETA y de otros
terrorismos. Pero ahora empezamos a darnos cuenta de que, dentro de cada
uno de nosotros, todos, absolutamente todos, llevamos una fuerza y una fuente
de violencia que es más destructiva de cuanto podíamos imaginar.
Y, puesto que hablar de víctimas está de moda, vamos a hablar de ese asunto,
pero sin hacer trampas. Por eso, vamos a recordar a las víctimas del terrorismo,
a las mujeres maltratadas y asesinadas, a los muertos y heridos en las
carreteras, a los inmigrantes ahogados en cayucos y pateras, a los niños
abandonados, a los ancianos que se mueren solos, a las familias que para tener
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una vivienda han hipotecado sus escasos ingresos hasta dentro de 20 o 30
años, a los trabajadores que en estos días se están quedando en paro, etc, etc.
Y si es que sinceramente no queramos hacer trampa al hablar de las víctimas,
vamos a empezar por reconocer que la verdadera causa de tanto dolor y tanta
desgracia radica en el deseo. Todos llevamos el deseo inoculado en la sangre
que mueve nuestras vidas.
Lo que pasa es que cuando el deseo dispone de medios eficaces para
apoderarse de lo ajeno, entonces no se contenta con la casa del prójimo, ni con
su toro o su asno, ni siquiera con su mujer, sino que organiza empresas
gigantescas de construcción de viviendas con las que obtiene hasta el 150 por
cien de beneficios; o monta proyectos de publicidad con los que le mete a la
gente en la cabeza que tienen que comprarse las ropas de marca, los coches de
marca, los relojes de marca, cosas todas que han sido fabricadas por esclavos,
por niños, que ganan un dólar al día, trabajando durante horas interminables,
para que nuestro deseo se vea satisfecho. Y así, cada día más y más.
Hasta que hemos llegado a donde estamos. Y lo peor de todo es que no se
trata sólo del deseo sin más, sino del “deseo mimético”, es decir, se trata de
que el “el prójimo es el modelo de nuestros deseos”. De donde brota
inevitablemente la rivalidad. Si mi vecino se ha comprado tal coche, tal casa o
usa tal marca de ropa, yo no voy a ser menos. Y entonces nos encontramos
con este proceso: si la imitación del deseo del prójimo crea la rivalidad, ésta, a
su vez, origina la imitación. Con lo que el círculo de la violencia se estrecha y
termina por ahogarnos a todos.
Es lo que ha ocurrido en los últimos años. Ha ocurrido en Estados Unidos y en
Europa por causas que nos son conocidas. Pero lo que nadie dice es que detrás
de esas causas (las hipotecas basura, los pelotazos urbanísticos, la voracidad
empresarial….) está el motor del deseo mimético, que ha desencadenado la
violencia más brutal. Por supuesto, la violencia de los terroristas y de las
guerras. Pero, ¡por favor!, seamos serios: si nos ponemos a hablar de
violencias, hablemos también de la violencia de quienes nos manipulan desde
mercados asombrosamente ambiciosos. Y también de la violencia mimética
descontrolada que se ha desatado en todos y por todas partes.
Ha sido necesario el escándalo. Para que todos “tropecemos”, para que todos
“caigamos” (eso significa el “skándalon” griego). Y así, empecemos a pensar
que la solución vendrá, no el día que bajen los impuestos, ya que eso a quien
favorece es a los ricos, ni el día que se controlen los salarios porque eso a
quien perjudica es a los pobres, sino el día en que todos nos pongamos a
controlar el deseo, para que nos movilice, no para imitar a los más afortunados,
sino para resolver las necesidades de todos.No sabemos lo que va a durar la crisis económica. Ni sabemos las consecuencias que puede tener. Lo que sí sabemos es que han sido tantos y tales los escándalos, que las cosas han llegado a donde tenían que llegar.
Exactamente a donde estamos: a una situación de inseguridad y miedo que nadie sabe en qué puede terminar. No es bueno que, en estas condiciones, cunda el pánico. Mal servicio nos hacen los políticos y los medios que se dedican a asustar a la gente, anunciando que el apocalipsis definitivo está a la vuelta de la esquina. Cuando el miedo invade a la población, pueden ocurrir cosas que no imaginamos, que a todos nos hacen daño. Porque, en situaciones así, no manda la cabeza, sino los fantasmas que cada cual se imagina. No es bueno que cunda el pánico.
Sin embargo, lo que a todos nos conviene es pensar muy en serio por qué hemos llegado a esta situación. No me refiero a las explicaciones que nos pueden dar los economistas, los empresarios y los políticos. Todo lo que nos puedan decir los que saben de verdad de qué va el asunto, por supuesto nos conviene. Pero yo me refiero a algo más sencillo y, al mismo tiempo, más hondo.
El conocido antropólogo René Girard ha explicado acertadamente la importancia que tiene el deseo en la vida de los humanos. El último de los diez mandamientos no prohíbe una “acción”, sino un “deseo”. No prohíbe los “deseos impuros”, como dicen algunos catecismos. El texto bíblico dice literalmente: “No desearás la casa de tu prójimo; no desearás su mujer, ni su siervo, ni su criada, ni su toro, ni su asno, ni nada de lo que a tu prójimo pertenece” (Ex 20, 17).
Lo que se prohíbe, por tanto, no es algo relacionado con el sexo, sino con la justicia. Pero no sólo con la justicia, sino con algo que va más al fondo de las cosas. Como dice Girard, el legislador que prohíbe el deseo de los bienes del prójimo se esfuerza por resolver el problema número uno de toca comunidad humana: la violencia interna.
Pues bien, al llegar aquí, estamos tocando el fondo. España ha vivido asustada, durante muchos años, por la amenaza del terrorismo de ETA y de otros terrorismos. Pero ahora empezamos a darnos cuenta de que, dentro de cada uno de nosotros, todos, absolutamente todos, llevamos una fuerza y una fuente de violencia que es más destructiva de cuanto podíamos imaginar.
Y, puesto que hablar de víctimas está de moda, vamos a hablar de ese asunto, pero sin hacer trampas. Por eso, vamos a recordar a las víctimas del terrorismo, a las mujeres maltratadas y asesinadas, a los muertos y heridos en las carreteras, a los inmigrantes ahogados en cayucos y pateras, a los niños abandonados, a los ancianos que se mueren solos, a las familias que para tener
una vivienda han hipotecado sus escasos ingresos hasta dentro de 20 o 30 años, a los trabajadores que en estos días se están quedando en paro, etc, etc. Y si es que sinceramente no queramos hacer trampa al hablar de las víctimas, vamos a empezar por reconocer que la verdadera causa de tanto dolor y tanta desgracia radica en el deseo. Todos llevamos el deseo inoculado en la sangre que mueve nuestras vidas.
Lo que pasa es que cuando el deseo dispone de medios eficaces para apoderarse de lo ajeno, entonces no se contenta con la casa del prójimo, ni con su toro o su asno, ni siquiera con su mujer, sino que organiza empresas gigantescas de construcción de viviendas con las que obtiene hasta el 150 por cien de beneficios; o monta proyectos de publicidad con los que le mete a la gente en la cabeza que tienen que comprarse las ropas de marca, los coches de marca, los relojes de marca, cosas todas que han sido fabricadas por esclavos, por niños, que ganan un dólar al día, trabajando durante horas interminables, para que nuestro deseo se vea satisfecho. Y así, cada día más y más.
Hasta que hemos llegado a donde estamos. Y lo peor de todo es que no se trata sólo del deseo sin más, sino del “deseo mimético”, es decir, se trata de que el “el prójimo es el modelo de nuestros deseos”. De donde brota inevitablemente la rivalidad. Si mi vecino se ha comprado tal coche, tal casa o usa tal marca de ropa, yo no voy a ser menos. Y entonces nos encontramos con este proceso: si la imitación del deseo del prójimo crea la rivalidad, ésta, a su vez, origina la imitación. Con lo que el círculo de la violencia se estrecha y termina por ahogarnos a todos.
Es lo que ha ocurrido en los últimos años. Ha ocurrido en Estados Unidos y en Europa por causas que nos son conocidas. Pero lo que nadie dice es que detrás de esas causas (las hipotecas basura, los pelotazos urbanísticos, la voracidad empresarial….) está el motor del deseo mimético, que ha desencadenado la violencia más brutal. Por supuesto, la violencia de los terroristas y de las guerras. Pero, ¡por favor!, seamos serios: si nos ponemos a hablar de violencias, hablemos también de la violencia de quienes nos manipulan desde
mercados asombrosamente ambiciosos. Y también de la violencia mimética descontrolada que se ha desatado en todos y por todas partes. Ha sido necesario el escándalo. Para que todos “tropecemos”, para que todos “caigamos” (eso significa el “skándalon” griego). Y así, empecemos a pensar que la solución vendrá, no el día que bajen los impuestos, ya que eso a quien favorece es a los ricos, ni el día que se controlen los salarios porque eso a quien perjudica es a los pobres, sino el día en que todos nos pongamos a controlar el deseo, para que nos movilice, no para imitar a los más afortunados, sino para resolver las necesidades de todos.