Quiero empezar mandando un saludo, un abrazo y una felicitación bien grandes a los valerosos pueblos egipcio y tunecino. Y ojalá podamos mandárselos, también, a otros pueblos y otras gentes, tanto del mundo árabe como de otros contextos geográficos y culturales, que, cansados de soportar situaciones inaceptables de injusticia y opresión, sean igualmente capaces de alzarse contra sus particulares tiranos para intentar tomar las riendas de su destino. Algunas modestas reflexiones se me ocurren a partir de estos esperanzadores acontecimientos. La primera sería constatar el puntillazo que suponen para esas posturas derrotistas –tan frecuentes por desgracia en nuestras sociedades “desarrolladas”- de todos aquellos que proclaman la inevitabilidad del “desorden establecido”, la imposibilidad real de que las cosas cambien. ¡Vaya si pueden cambiar! Sólo hace falta un pueblo que diga “¡basta!”; que se eche a la calle de forma pacífica, sí, pero radicalmente firme y obstinada; que no esté dispuesto a seguir soportando la indignidad y la violencia de un trato inhumano y degradante.
No olvidemos, además, que este proceso liberador que hoy se extiende por el norte de África tuvo un inicio, un detonante que prendió la mecha del descontento popular: el joven universitario Mohamed Bouaziz, quemado a lo bonzo en la localidad tunecina de Sidi Buzid como radical acto de protesta cuando la policía le quitó el modestísimo puesto de frutas ambulante con el que pretendía ganarse la vida. Lo que nos demuestra también lo importantes y transcendentes que pueden resultar en ocasiones determinados gestos individuales, por más que lamentemos profundamente el hecho de que situaciones vitales desesperadas puedan llevar a alguien a tomar una determinación tan drástica.
Otra lectura que permiten, creo yo, estos acontecimientos es la de constatar, una vez más, la brutal hipocresía de los gobiernos del norte, capaces de apoyar con absoluta desfachatez a tiranos de diverso pelaje buscando salvaguardar intereses económicos o estratégicos nunca claramente explicitados (y siendo por ello responsables también de las tropelías cometidas por esos sátrapas contra sus pueblos), para abandonarlos después con toda desfachatez cuando pintan bastos, apresurándose entonces a formular ampulosas declaraciones a favor de los “procesos democráticos”, el “respeto a la voluntad popular” y bla, bla, bla… Y esto sucede una y otra vez sin que a ningún gobierno –principalmente a los de Estados Unidos y la Unión Europea hasta el momento (aunque China también aprende muy deprisa)- se le caiga la cara de vergüenza: ocurrió con Reza Pahlevi, el Sha de Persia, con Saddam Hussein de Irak, con las tiranías despóticas del Golfo Pérsico o Marruecos…, sin salir de esa zona del planeta. Para qué decir si nos trasladamos a otras partes de África o a otros continentes. Por cierto, y ya que viene a cuento: ¿qué dirá nuestro gobierno cuando Teodoro Obiang, el tirano de Guinea Ecuatorial, sea por fin defenestrado? ¿Entonará un compungido “mea culpa”? ¿Enviará de nuevo al señor Bono a negociar ventajosos intercambios comerciales con los nuevos dirigentes de aquel país.., y pelillos a la mar? Un asco y una vergüenza.
Y, en fin, sin deseos de aguarles la fiesta a egipcios, tunecinos y demás pueblos (ojalá sean muchos) capaces de ir rompiendo las cadenas seculares que los oprimen, me atrevería a decir un par de cosas más. La primera es desear a estos pueblos que sean muy conscientes de la longitud y la dureza de tales cadenas. El hecho de que desaparezca la figura del tirano, visible y odiado, no significa el fin de una tiranía que, sin duda, habrá impregnado buena parte de la maquinaria del estado y de ciertas capas sociales (obviamente las más favorecidas). Deberán por ello, creo yo, permanecer unidos, vigilantes y dispuestos a seguir luchando por conseguir un cambio radical y verdadero, sin confiarse demasiado ni entretenerse en prematuros festejos, cayendo en el error de creer que ya está todo conseguido.
La segunda cuestión es más de fondo: en definitiva los tiranos, los dictadores o los monarcas.., incluso los gobernantes pretendidamente democráticos de cualquier país, por grande y poderoso que parezca, no dejan de ser meros capataces de los auténticos amos del cortijo; esto es, de los poderes financieros en sus múltiples formas (grandes bancos, multinacionales, aseguradoras, fondos de inversión…), con sus correspondientes aparatos publicitarios y mediáticos. La verdadera tiranía es hoy la de los mercados, esos “a los que hay que convencer y aplacar” cada dos por tres a base de que los gobiernos de turno sigan apretando el dogal que asfixia poco a poco a la gente. Y no sólo a los habitantes del tercer mundo; los del segundo y el primero también van sintiendo cada vez más las dentelladas de la fiera. Qué risa me da eso de que el FMI no supo prevenir la famosa “crisis”… un Rato antes. ¡Pero, por Dios, si el FMI está, precisamente, para crear las crisis, para provocar incertidumbre y beneficiar a los de siempre!... ¡Ya está bien de tomarnos por imbéciles!
Eso sí, mucho me temo que para derrocar a estos auténticos tiranos no sean suficientes egipcios y tunecinos; ni siquiera todos los pueblos árabes que ahora se están removiendo. Para enfrentarse al verdadero poder global cada pueblo y cada ciudad del planeta tendrían que convertirse en una Plaza Tahrir llena, como la de El Cairo, de gente pacífica y decididamente empeñada en decir “¡basta ya!”. De gente resuelta a enarbolar, bien alto, la única bandera de su propia dignidad humana.